25 nov 2014

Cuando el boticario era nuestro mejor camello



"En esto de drogarse, los anglosajones lo tienen mucho más claro que nosotros: drugs son drugs, y el hecho de que se vendan por dos canales diferentes, uno con bata blanca, el otro con móvil y scooter, no cambian su esencia: ambas sirven para lo mismo: colocarse y al loro. La distinción tramposa entre medicamentos psicoactivos –legales, asépticos, con prospecto- y los polvos mágicos que te vende el camello es la consecuencia última de ese incómodo artefacto llamado prohibición.

Pero esto no siempre fue así. Durante un par de décadas, España se convirtió en una especie de supermercado de las drogas del resto de Europa. Y no estoy hablando de la pujanza de los narco-emprendedores en los 90, ni del primer tsunami de cocaína en los 80, sino de unos cuantos años más atrás: las décadas de los 60 y los 70, ese período bautizado con el entrañable nombre de tardofranquismo.

Alguna ventaja tenía que tener vivir en un régimen fascista y con el reloj atrasado medio siglo con respecto a Europa: mientras la policía del pensamiento de las democracias occidentales empezaban a prohibir cualquier sustancia mínimamente sospechosa de hacer gozar al ciudadano, el régimen de Franco seguía a lo suyo: autarquía, toros, aislacionismo y, eso sí, reserva espiritual de occidente frente al enemigo comunista.

"Reserva espiritual" incluye mucho más que procesiones. Incluye también abarrotar las farmacias con una oferta virtualmente infinita de anfetaminas, alucinógenos, opiáceos, barbitúricos y antidepresivos, la mayor parte de ellos de venta al público sin receta. "En los 60, cuando ya habían sido retiradas de las farmacias de Europa, era tan fácil conseguir Centraminas y Dexedrinas en España que en el resto del continente se referían a ellas como "la droga española"", me cuenta por teléfono Juan Carlos Usó, historiador de las drogas en España.

Al igual que hoy en día quien más y quien menos se coloca con algo –de los porros a los antidepresivos, pasando por toda la gama de uppers legales y menos legales– no es descabellado afirmar que durante el segundo tiempo del franquismo media España se metía algo para desconectar. La diferencia es que entonces se hacía con el beneplácito de Farmaindustria. Quién sabe si todo aquel arsenal químico sirvió para mitigar el hastío de los españoles y, de ese modo, prolongar la vida del régimen franquista.

Con Optalidón la vida es más llevadera

Tomemos un caso bien cotidiano y nada sospechoso de coquetear con la marginalidad: el Optalidón era tan imprescindible como el Calmante Vitaminado en el botiquín del hogar. Literalmente, millones de mujeres soportaban sus gr​ises existencias gracias al comprimido amarillo,una apropiada mezcla de anfetamina y barbitúrico. El efecto del Optalidón lo describe evocadoramente este señor extremeño: "Nunca olvidaré el día de mi boda, pero no por la cena, la noche o la ceremonia, sino porque me dio dolor de cabeza antes de los entremeses, me tomé un Optalidón con una copa de vino y un langostino y la mezcla, explosiva en un estómago vacío, me hizo flipar de tal manera que solo esa noche alcancé el cielo de la literatura excelsa. Me traían tarjetas de boda para que las dedicara y me salía la efusión lírica a borbotones. Los invitados leían las dedicatorias y se echaban a llorar (los camareros de La Colina están de testigos), pero mis mensajes no eran fruto del cariño, sino del Optalidón".

   El Optalidón fue retirado de las farmacias en 1983, provocando un síndrome de abstinencia masivo entre las usuarias, aproximadamente una de cada dos españolas en edad de merecer, según las estimaciones más atrevidas.

¡Un Espansul, dos Espansul, tres Espansul!

Mientras el ama de casa pasaba las eternas jornadas hogareñas sumida en la nube química del Optalidón, puede que su hijo se prepara unas oposiciones para ser un hombre de provecho, en la Administración o en la Banca. En tal caso, es más que probable que se pusiera hasta la montura de las gafas de anfetaminas o, si nació más tarde (como es mi caso), de Katovit, una pastilla con un efecto muy parecido al speed que teñía el pis de naranja. De venta en farmacias, claro. Hoy las anfetaminas solo se las recetan a los niños hip​eractivos, lo que son las cosas.

Las anfetaminas se r​ecetaban como antídoto contra la congestión nasal, la obesidad o la depresión. Y también como adelgazante, muchas veces sin el conocimiento de las usuarias de la época, novatas y desinformadas en esto de drogarse. Mi propia madre –a la que llamaré Ali para preservar su identidad– se puso a régimen de anfetaminas durante los años 60, con resultados ambivalentes: "Adelgacé un montón y hacía las tareas de la casa en un periquete, pero cuando las prohibieron el síndrome de abstinencia fue duro: de pronto perdí los superpoderes que me daban aquellas píldoras".

Mi amada madre no estaba sola en la cola de la farmacia. A partir de la posguerra, las anfetaminas empiezan a ser consumidas por gente mayor, amas de casa y estudiantes, grupos acosados por el aburrimiento y la falta de motivación, o por el compromiso de aprobar exámenes", según relata Antonio Escohotado en su clásico Historia general de las drogas'. Las ventas de anfetas también repuntaban notoriamente en las vísperas de sanfermines en Pamplona, apunta Usó.

           ¡Más chutas, no! (colócate con jarabe)

¡Ah, los opiáceos! Qué hubiera sido de la Humanidad sin este regalo de la naturaleza, que alivian tanto el dolor del cuerpo como la pena del espíritu, por ejemplo la que te invade al comprobar la longevidad de un sátrapa golpista. Hasta 1978, las farmacias estaban obligadas a tener una cantidad garantizada de ​láudano, un vino opiado, según me cuenta Juan Carlos Usó. Aquel año no sólo nos trajo una Constitución ejemplar e inamovible sino la retirada masiva de los medicamentos psic​oativos de las boticas.

Pero 40 años de laxitud en materia de drogas legó un enorme stock para futuras generaciones. Eduardo Hidalgo, periodista y drogó​filo, no necesariamente por este orden, fue uno de los beneficiarios de aquellas remesas: "Pude disfrutar de un bote de Elixir Paregórico (opiáceo) en el baño que usaban mis hermanas, alguna de las cuales se ve que había leído a Burroughs".

Muchos medicamentos para la tos incluyen en su composición opiáceos, como la codeína, por su capacidad para distender los alveolos, aunque muchos de sus usuarios no tuvieran tos, sino puro vicio. De hecho, recuerda Usó, "hubo yonquis consumados que no probaron la heroína hasta dos o tres años después de empezar a picarse. ¿Y qué se metían? Lo que encontraban en la farmacia: morfina, láudano, Eucodal, Dolantina, entre otros opiáceos sintéticos". La "epidemia" de atracos a farmacias durante los 80 tenían la caja como objetivo colateral: el verdadero botín era el vademécum.

Cuarenta años antes de esta época furiosa, en plena II República, la heroína se despachaba con normalidad pasmosa (para nosotros: hijos de la prohibición) en las farmacias españolas, tal y como recuerda la farmacéutica de San Rafael (Segovia) cuyo título de Farmacia lo firmó el mismísimo Alfonso XIII:

"En aquella época ciertas drogas, como los opiáceos, estaban ya controladas por el gobierno pero se seguían dispensando. Quedaba a criterio del farmacéutico facilitarlas -en cantidades limitadas- a clientes de confianza. Yo tuve varias clientas adictas a la morfina, -también dispensaba algunas veces heroína, aunque eso duró menos tiempo- que venían todas las semanas a por la papelina con su dosis, que yo misma pesaba y entregaba. Varias eran mujeres de mediana edad y buena posición, que se relacionaban normalmente en sociedad y carecían de estigma alguno. Alguna de ellas había desarrollado problemas respiratorios y otros achaques debidos a su adicción, pero por lo demás llevaban una vida normal y conservaban toda su dignidad y su buen aspecto, incluso lujoso, con sus perlas y sus abrigos de visón. Ninguna murió joven ni tuvo una crisis grave. Su hábito era un tema estrictamente personal e íntimo y a nadie le importaba".

Ketamina pa los pollos

La ketamina, conocida popularmente como "keta" o "Especial-K", es un anestesiante utilizado a partes iguales por veterinari​os y raveros. Provoca una extraña y no del todo desagradable disociación entre la mente y el cuerpo. Y, por supuesto, se vendía en farmacias como si fueran aspirinas. Según me cuenta Juan Carlos Usó:

"Yo compré ketamina en la farmacia en los años 90, completamente legal y sin receta. Cuando el farmacéutico me preguntaba para qué quería un anestésico para caballos le decía que era para cortarle las uñas al gato, que se ponía muy nervioso".

El relato de Eduardo Hidalgo sigue parecidos derroteros:

"Me dieron unos cuantos botes de Ketolar comprados en farmacia. Más adelante, el colegio oficial de farmacéuticos pasó una circular a todas las oficinas de farmacia de España recordando que solo era para dispensación hospitalaria, no para venta al público".

El 1978, el mismo año en el que se instituyó el ahora denostado "régimen del 78", despertamos del sueño drogota sin receta. El Estado dimitió de su labor de dopar al pueblo (un derecho no reconocido en la Constitución) y lo dejó en manos de la economía sumergida, con el peaje de carestía, marginalidad y mala calidad que todos conocemos".

Iñaki Berazaluce es culpable de, por lo menos, del 51% de ​Strambotic. Gracias a Juan Carlos Usó, Eduardo Hidalgo y Cristina Pizarro por sus inestimables aportaciones.

Con información de ​Wikipedia, ​RTVE, ​Juan Carlos Usó,​ Strambotic, ​La Opinión de Coruña,  ​Hoy,  ​Portalfarma.Imágenes de ​​lawebsinnombre y colección privada de Juan Carlos Usó.

noviembre 25, 2014

por Iñaki Berazaluce
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