31 oct 2013

Esperando un despido colectivo

"Me llamo Alicia Pérez Gil y en este momento aún trabajo en Pullmantur. Me han recomendado que no haga esto, que no escriba en internet, con mi nombre, acerca del proceso de despido colectivo que ha comenzado en mi empresa. Me dicen que cuando esto termine tendré que buscar otro empleo y que la huella en la red es peligrosa. Comprendo el consejo y lo agradezco. Sin embargo mis prioridades son dos: dormir por las noches y hacerle frente sin sonrojo a los espejos; es decir, que mi conciencia esté tranquila y mi cara no me provoque vergüenza. Así que aquí estoy, haciendo lo único que sé hacer: escribo.

Llevo cinco años, casi seis, trabajando como secretaria del director financiero en esta compañía. Durante ese tiempo, el comité de dirección ha tomado decisiones con las que no he estado de acuerdo. Algunas de ellas me han parecido inhumanas y descarnadas. Sin embargo, esto es una empresa y su función no es cuidar de sus empleados, sino obtener beneficios. Por ese motivo estamos en esta situación.

El presidente de Pullmantur y los hombres y mujeres a su cargo han decidido que deben obtener mayores beneficios de esta empresa. Para ello han iniciado un proceso de despido colectivo. Es decir, con el objetivo de ganar más dinero, echan a la calle a un número aún indeterminado de personas.

Voy a decirlo un poco más claro: los directores de Pullmantur van a despedir al mayor número de personas posible al precio más bajo posible. Eso es un despido colectivo. No les importa la situación personal de cada uno. Les trae sin cuidado que el sueldo que cercenen sea el único que entra en una casa, o que acaben de nacer bebés, o que mis compañeros no puedan pagar las universidades de sus hijos, o que se destruyan lazos interpersonales forjados durante años. Y no les importa porque no debe importarles. No es su labor.

Algunos de mis compañeros no han comprendido esto: que en este despido colectivo (como en otros) los trabajadores somos material de desecho del que siete hombres y mujeres se desprenden a precio de saldo. Somos las rebajas. Nos despiden y no quieren pagarnos lo que es nuestro. Yo sólo llevo aquí 5 años, pero otros levan 10, 15 o 30. Y todos los que salgamos por la puerta dentro de 30 o 40 días, lo haremos con una mano delante y otra detrás. Salvo que plantemos cara. Y puede que ni aún con esas.

La negociación aún no ha comenzado, pero ya hay presiones a trabajadores y a representantes de los trabajadores. Amenazas. Algunos de nosotros tememos ir a la huelga porque eso nos señalará directamente como elementos hostiles. Pero no pueden hacernos nada más de lo que ya nos han hecho. Ya nos han colocado en la casilla de salida. Ya nos han quitado el trabajo. No podemos tener miedo a que ocurra algo que ya ha ocurrido.

Por eso no comprendo las reacciones de temor cuando se filtra que estamos cabreando a la empresa con el orden del día de nuestra asamblea, que habla de una huelga ¿Es que nos importa que la empresa se enfade? ¿Es que somos niños asustados ante unos padres severos? Nos despiden sin pagarnos lo que hemos trabajado ¿Y nos preocupa que se pongan nerviosos?

No tenemos nada que Pullmantur desee conservar. Sólo podemos inclinar la balanza de nuestro lado si usamos nuestra fuerza de trabajo como moneda de cambio, si convocamos huelgas y, cuando y como proceda, siempre dentro de la legalidad,  las llevamos a cabo. Si nuestros directores necesitaran de nosotros algo más no nos despedirían. Si les doliese un despido colectivo no lo efectuarían. No nos dejemos engañar: nos tiran al contenedor y pretenden robarnos. En nuestra mano está regalarles nuestro tiempo y nuestro trabajo, esas dos cosas por las que no están dispuestos a pagar.

Porque el objetivo de una empresa es obtener beneficios. Y la obligación de un trabajador estafado es reclamar lo que le pertenece.

Compartid la entrada. Esto ocurre en tantas empresas y el miedo es tan insidioso, que quizá haga falta a otros compañeros, a otros trabajadores. Yo estoy con todos".

Artículo de Alicia Pérez Gil, una trabajadora
18 octubre, 2013

29 oct 2013

La crisis se acabó, y no nos hemos enterado

Gobierno, banqueros y grandes medios de comunicación acaban de decretar que vivimos un momento fantástico.
El Gobierno aprueba el Estatuto de las Víctimas y el Plan PIVE 4
El ministro de Hacienda y Administraciones Públicas, Cristóbal Montoro. / Efe


Estamos asistiendo a una estrategia publicitaria coordinada para convencernos de que ya no estamos en crisis. Lo que confirma que, si seguimos escuchando a gobernantes, leyendo periódicos mayoritarios y viendo televisión, nos convencerán de que ya no tenemos problemas económicos, mientras escarbamos en los contenedores de la basura buscando qué comer.

Primero fue el banquero Emilio Botín, quien dijo que "es un momento fantástico para España. Llega dinero de todas partes" ( Cinco Días, 17-10-2013). Dos días después, el ministro de Economía, Cristóbal Montoro, afirma que 2014 (o sea, en poco más de dos meses) será el año "del crecimiento y la creación de empleo" y que "estamos en las puertas mismas del crecimiento y de la creación de empleo" (Efe, 19-10-2013). El presidente Mariano Rajoy no podía ser menos, y el mismo día afirmaba desde Panamá, en la Cumbre Iberoamericana, que España "está saliendo ya de la crisis con una economía saneada y reforzada" (ElDiario.es, 19-10-2013). La coordinación con El País es total, pues este diario titula: "Los mercados atisban la recuperación", y afirma a continuación que "la economía española despide la recesión más prolongada de su historia reciente" ( El País, 19-10-2013). Al día siguiente, ABC se apunta al toque triunfal y sale a toda plana en portada con "Brotes verdes. Esta vez, Sí" ( ABC, 20-10-2013).

Por si todo esto a las familias no les sonara ya a música celestial, puesto que no le ven relación alguna con su economía, aparece la agencia estatal Efe y afirma que “la riqueza de la familias sube un 19% y recupera el nivel previo a la crisis" (Efe, 21-10-2013).

Y si alguien no está de acuerdo, lo que hace es impedir la recuperación. Ahí está de nuevo el ministro de Economía diciendo el día 22 que "quienes cuestionan la recuperación están poniendo en realidad palos en la rueda de la propia recuperación" (ElConfidencial, 22-10-2013).
La verdad es que para algunos sí es verdad que no existe crisis. El precio de las acciones de las 35 empresas más poderosas de la Bolsa española ha subido un 30% en los últimos cuatro meses ( Público, 15-10-2013). Y si hablamos de bancos, los siete grandes españoles que cotizan en Bolsa (Santander, BBVA, Caixabank, Bankia, Popular, Sabadell y Bankinter) superaban un 34% su cotización de principios de año ( Público, 23-10-2013).
En conclusión, Gobierno, banqueros y grandes medios de comunicación acaban de decretar que vivimos un momento fantástico porque a los bancos y a las grandes empresas les va muy bien, el resto ya no tenemos problemas económicos y no tiene sentido quejarnos porque en nuestras casas somos igual de ricos que antes de la crisis, cuando vivíamos por encima de nuestras posibilidades.

Eso sí, si uno atiende a la realidad fuera de estas voces y mira a los ciudadanos, encuentra datos sospechosos. La quinta parte de los niños españoles se encuentra en la pobreza, según un informe de abril elaborado por Unicef. Igualmente, la Organización Nacional de Trasplantes (ONT) ha denunciado que en el portal de compraventa milanuncios.com aparecían desde hace meses anuncios de españoles que, por necesidades de dinero, estaban poniendo en venta un riñón o un trozo de su hígado ( El Mundo, 19-10-2013). Y si de ofertas de trabajo se trata, la que vimos fue de reponedor en una tienda de alimentación durante media hora los lunes, miércoles y viernes, por un salario de 4,87 euros brutos la hora. Es decir, el trabajador va a la empresa, trabaja media hora, regresa a casa, y a disfrutar de los 2,43 euros brutos que ha ganado.

Y es que hay gente que parece que no escucha lo que le dicen el Gobierno ni lee la prensa, y se empeña en seguir estando en crisis.

Pascual Serrano 
26/10/2013
eldiario.es

28 oct 2013

Los sindicatos en la picota

La Transición consistió en desmantelar las instituciones de la dictadura franquista dejando intacto el poder económico y religioso que la sostuvo y la clase política que las gobernó a cambio de dar entrada a nuevos actores políticos que no cuestionaran ese cambio.

Para conseguirlo, por un lado se instituyó un bipartidismo de facto gracias a las normas electorales menos democráticas de nuestro entorno que garantizaban el gobierno, bien por mayoría absoluta o con el apoyo de las derechas nacionalistas cuando fuese necesario, de UCD y después del PP o del PSOE.

Por otro lado, fue preciso asegurar una paz social difícil, pues se sabía que los avances sociales serían forzosamente limitados al mantenerse los privilegios y el poder fáctico de los grandes grupos económicos del franquismo, los “ricos por la Patria”, como los denomina Mariano Sánchez en uno de sus libros.

Para atar a los partidos se les financió generosamente, aunque de un modo tan irregular que se han multiplicado los casos de corrupción, como los de Filesa o Bárcenas u otros tan vergonzosos como los de los sobresueldos recibidos por dirigentes del PP, que han terminado produciendo un gran desafecto social. Y la paz social se logró manteniendo con dinero público a una patronal que ha conseguido confundir los intereses de todos los empresarios con los de las grandes empresas, y protegiendo a dos sindicatos mayoritarios de cualquier otro sindicalismo más reivindicativo.

La financiación a los sindicatos no ha sido tan generosa como la destinada a los partidos o la patronal pero se diseñó inteligentemente para atraparlos, pues los obliga a estar constantemente en la cuerda floja de la legalidad para beneficiarse de ella.

CC OO y UGT se han convertido así en grandes aparatos sindicales pero esclavos de la financiación gubernamental y con una actividad de provisión de servicios que muchas veces se sobrepone a la auténticamente reivindicativa y laboral. La consecuencia ha sido su excesiva docilidad, bien por falta de capacidad o de voluntad combativa, y un acomodo en los ámbitos del poder (en las cajas de ahorros, por ejemplo) que en ocasiones los ha contaminado de clientelismo, de prácticas muy irregulares o incluso a veces mafiosas y de corrupción. Vicios ciertamente no generalizados pero que hacen mucho daño y que no se resuelven precisamente gritando en las puertas de un juzgado, sea cual sea este o su titular.

Pero dicho esto, es igualmente evidente que los casos de corrupción sindical se han dado en menor número y con mucho menos daño económico que en el caso de los partidos o de las grandes empresas o bancos privados. Una evidencia que obliga a preguntarse por qué entonces se ataca a los sindicatos tan duramente, mucho más que a otras instituciones claramente más corruptas.

La razón me parece que está clara. Vivimos una etapa de ataque sistemático y constante a los derechos sociales y humanos con el fin de favorecer aún más el reparto de las rentas hacia los de arriba. Los datos no dejan lugar a dudas: el peso de los salarios en el conjunto de las rentas cae sin cesar y las condiciones laborales se deterioran continuamente. En consecuencia, la desigualdad se multiplica y para que ello sea posible hay que vencer la resistencia de los trabajadores, lo que depende fundamentalmente de la fuerza que tengan los sindicatos.

Porque la realidad demuestra sin lugar a dudas que ni uno solo de los derechos que hoy disfrutamos se ha conseguido sin sindicatos. Ni uno solo. Y al mismo tiempo la lógica indica que si lo que se busca es que desaparezcan o se limiten esos derechos, lo conveniente es evitar la fuerza sindical, pues allí donde hay un sindicato hay trabajadores organizados y no cada uno por su lado, que es como el capital los vence mejor y consigue más ventajas a su costa.

No nos engañemos, pues. Los sindicatos deben corregir sus defectos, por supuesto que sí. Pero tiramos piedras sobre nuestro tejado si lo que hacemos es ayudar a destruirlos.


Juan Torres López | Economista
Seguir a @juantorreslopez

nuevatribuna.es | 22 Octubre 2013

27 oct 2013

La sentencia sobre la ‘doctrina Parot’ en su contexto

Viendo las reacciones un tanto viscerales a la sentencia del Tribunal de Estrasburgo, parece que en lugar de una decisión judicial, lo que ha ocurrido es que ETA ha vuelto a asesinar. Resulta increíble que algunos representantes de las víctimas exijan al Gobierno que incumpla la sentencia, que salga La Razón culpando a Zapatero, que se desprecie a los jueces de Estrasburgo por no ser españoles, o que vuelvan las peticiones de ilegalización de Bildu.

La caverna está reaccionando como el hooligan cuando pierde su equipo. No es casualidad que Fernando Savater haya declarado que “el Tribunal de Estrasburgo ha pitado un penalti donde no lo había”. En fin, el Estado de derecho sólo cuando conviene. José María Ruiz Soroa lo ha explicado con bastante claridad en su artículo de El País: sencillamente, la ley no puede aplicarse retroactivamente, por mucho que nos repugne que los etarras salgan de la prisión y les salga tan barato el asesinato.

Remontémonos a principios de 2006: ETA llevaba casi tres años sin matar a nadie y había insistentes rumores de que la organización terrorista iba a declarar una tregua, condición indispensable para iniciar a su vez un proceso de paz. La posibilidad de que se acabara con ETA mediante dialogo con el Estado y bajo un gobierno socialista hizo saltar muchas alarmas. Entre otras, las de los jueces, que, cuando ETA estaba más débil que nunca y daba muestras de querer debatir su final, decidieron endurecer todo lo posible la aplicación de la ley.

Comenzó el juez de la Audiencia Nacional Fernando Grande-Marlaska, cuando en enero de 2006 prolongó dos años la ilegalización penal de Batasuna y ordenó cerrar sus sedes. Siguió el Tribunal Supremo el 28 de febrero, estableciendo la célebre doctrina Parot. Posteriormente, en abril, ya iniciado el alto el fuego, la Audiencia Nacional condenó a Arnaldo Otegi a 15 meses de cárcel por haber participado en 2003 en el homenaje a un etarra asesinado por la ultraderecha muchos años antes. El 9 de junio de 2006 el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco admitió a trámite una querella contra el lendakari Ibarretxe por haberse reunido con Batasuna. Y así podríamos seguir un buen rato. Este activismo judicial sobrevenido, que brilló por su ausencia en los años más duros del terror, en el periodo 1977-92, tenía un objetivo claro: poner trabas al proceso de paz, convenciendo a los más radicales dentro del mundo de ETA y Batasuna de que no había posibilidad de llegar a ningún acuerdo con el Estado.

Los excesos políticos y legales que entonces se cometieron los pagamos ahora, con una sentencia que provoca una humillación innecesaria a las víctimas y deja en mal lugar a nuestro Estado de derecho (que, por lo demás, ha quedado muy agujereado por todas las excepciones que se han consentido en la lucha contra el terrorismo).

El Gobierno puede respirar tranquilo. La sentencia del Tribunal de Estrasburgo le quita un gran peso de encima. Nada podía venirle mejor a Rajoy en estos momentos que una modificación de la situación de los presos sin que el Gobierno mueva un dedo. Los jueces de Estrasburgo le han facilitado mucho la situación, cargando ellos con una responsabilidad que un presidente a la altura de las circunstancias tendría que haber asumido él, acercando presos, flexibilizando la política penitenciaria y facilitando vías para la reinserción. Pero Rajoy y los suyos son rehenes de las barbaridades que dijeron durante años (¿se acuerdan de la acusación de traicionar a los muertos en 2005?) y de su actitud intransigente y cerril en todo lo relacionado con ETA. Crearon ese clima irrespirable formado por voces tronantes de lo peor del periodismo reaccionario, el neofranquismo de Mayor Oreja y sus seguidores, más una parte muy politizada del colectivo de víctimas.

El PP se encuentra sin apenas margen de maniobra. Por eso la sentencia del Tribunal europeo le viene tan bien: modifica el statu quo en materia de presos, que estaba pudriéndose por la inacción del Gobierno. Entre otras consecuencias, se rebajará la tensión entre Bildu y ETA y, en general, será más fácil a partir de ahora dar pasos hacia la disolución final de la organización terrorista, que es de lo que se trata.

IGNACIO SÁNCHEZ CUENCA
22/10/2013
infoLibre.es

24 oct 2013

Darwinismo a la española

Identificamos darwinismo, la idea por la cual la evolución de las especies se produce por selección natural de los individuos y se perpetúa con la herencia, más con las sociedades anglosajonas. Y hay una cierta parte de razón, ya que es en estas sociedades en las que se pone más énfasis en la responsabilidad individual y se distingue menos entre los que pueden o no salir adelante con sus propios recursos.

Las sociedades más socialdemócratas, o las que aspiran a serlo como la nuestra, se vanaglorian de que el Estado protector les salvaguarda de la ley del más fuerte que suele identificarse como el libre mercado puro y duro. A mayor regulación, mayor protección, sería la consigna.

La realidad es, sin embargo, un poco más poliédrica cuando uno se topa con la realidad del mundo del trabajo. A pocos de los que han trabajado en mercados foráneos del mundo desarrollado se les escapa la dureza del mundo del trabajo en España. Y no me refiero sólo a los aspectos más obvios como precariedad contractual, bajos salarios, jornadas interminables, horarios infames de jornada partida o la escasez de trabajo de calidad. Me refiero a las relaciones humanas, las condiciones en que se desarrolla el trabajo del día a día donde se ponen de manifiesto las diferencias sociales y de estatus.

Estoy hablando de las oficinas en las que los empleados senior bajan a comerse el menú del día con sus ticket restaurant mientras que los becarios y los junior, que suelen ser la mayoría, se quedan en la oficina comiendo de tupper. Estoy pensando en aquellas que no dejan asistir a las reuniones importantes al trabajador en prácticas que se ha estado comiendo el marrón durante semanas y ha hecho todo el trabajo de carpintería. A esas incontables empresas en que becarios que trabajan por la voluntad, a los que se les obliga a vestir de traje y corbata aunque apenas les paguen, se hacinan en cubículos y sacan adelante múltiples tareas mientras que los jefes se refugian en sus peceras donde disponen de ordenadores más rápidos y mejores, sillas con respaldos más altos y mesas más grandes. Estoy recordando esas corporaciones en las que los empleados de menos rango se quedan dos horas diarias trabajando gratis sin tener la certeza de que su contrato será renovado. De esos entrañables lugares en los que a las tres de la tarde se escucha el ruido ensordecedor de las bolsas de papel reciclado de Calvin Klein, Purificación García y Tommy Hilfiger, lugares por donde sus jefes, algunos de los cuáles todavía dicen estar a la izquierda del Partido Comunista, se han dejado caer a la hora de la siesta.

En España, el estatuto de los trabajadores, las negociaciones colectivas y la protección social son la prueba más palpable de que el papel lo aguanta todo. El mejor modo de proteger al trabajador no es la ley si esta es papel mojado, sino otro sitio a donde escapar, otro trabajo a donde largarse.

Contra lo que suele decirse, en España se respeta, se adora el trabajo (o quizás sea mejor decir el puesto de trabajo). Los españoles mostramos una actitud timorata, cobarde en el puesto de trabajo, ante la dificultad de ganarlo y el miedo de perderlo. Una mirada, un comentario de un superior jerárquico para el mundo de muchos. Hay muchas más palabras en castellano que en inglés para designar al chupatintas, al pelota, al lameculos, al que se agarra al sueldo y al puesto como una lapa.

Recuerdo que, con 20 años, una de las cosas que más me impresionaba de los libros de Bukowski era la cantidad de trabajos que su alter ego biográfico Chinaski encontraba y perdía, sobre todo en su libro Factotum. Trabajos industriales que entonces, antes de que la globalización de la economía lo explicara todo, nos parecían de poca calidad y que hoy serían un sueño para muchos por la seguridad y confort mental que ofrecían (sus novelas están ambientadas en los años 50 y 60).

Quién pudiera, como Chinaski, trabajar en una fábrica de pepinillos pasando una entrevista de trabajo en la que contesta a su futuro patrón que su interés se debe a que el sitio en cuestión "le recuerda a su abuela" o mirando pasar botellas en una cadena de producción y rechazando las defectuosas con la cabeza en otra parte. Con lo difícil que ya era encontrar un trabajo, cualquier trabajo, en España a mediados de los 80, ¿como era posible que a ese borracho, desarrapado y salido de Chinaski le volvieran a contratar una y otra vez? Tengo la seguridad de que en España no se hubiera comido un colín.

Sin idealizaciones absurdas porque también hay quien lo pasa mal, pero en el país de los workaholics la relación de mucha gente con el trabajo es bastante más tranquila y desapasionada que la de los españoles. Y eso es porque incluso en los tiempos, como estos últimos años, en que no abunda, tampoco falta. Hay un significativo número de americanos que trabajan a ráfagas, cuando les hace falta. Algunos de ellos tienen dos o tres trabajos al año que van dejando y tomando, como algunas relaciones de pareja. Es el caso de estudiantes que quieren contribuir a pagar sus estudios o a financiarse algún proyecto. También el de hombres y mujeres que no necesitan trabajar para vivir porque trabajan sus cónyuges o disponen de rentas, que buscan algo que hacer que les distraiga o algún trabajo voluntario. No tienen que aguantar tanta marea ni comerse tantos marrones. No se sulfuran, ni piensan que les vaya la vida en ello, ni que vaya a pasar el último tren en sus vidas.

Convendría repensar qué se entiende por sociedades darwinistas.


César García           Escritor y profesor universitario
22/10/2013              huffingtonpost.es

21 oct 2013

Usted sí tiene ideología

¿Hasta dónde llega el desprestigio de las ideologías? Trinidad Noguera defiende que la ideología es consustancial a la política, lo que choca directamente con la fascinación actual por la política "no ideológica", un populismo que presume de apoyarse en la teórica objetividad de los datos.

Fin de las ideologías

La ideología tiene mala fama. Hay mucha gente que afirma convencidísima no tener “de eso”, con el mismo gesto que pondría para decir que no tiene piojos o tratos con la mafia. Pues bien: si está usted entre esas personas, sepa que en realidad sí tiene ideología, por poco articulada que esté y por escaso que sea el tiempo que dedique a pensar en ella. La tiene usted y la tiene todo el mundo. ¿Por qué? Porque todos contamos con una escala de valores, una noción de cómo deberían ser las cosas y unos planteamientos más o menos elaborados sobre la sociedad en la que vivimos. Este conglomerado nos orienta a la hora de opinar y, aunque sea en un sentido muy básico, tiene contenido político.

Además de este concepto difuso de ideología, existe otro más concreto, que se refiere al conjunto de principios, valores e ideas que estructuran la visión del mundo de una determinada corriente política y ordenan el comportamiento y decisiones de los actores –partidos, representantes, militantes y simpatizantes- que se identifican con esa corriente. No se trata, como algunos sostienen, de una forma vulgarizada de filosofía, sino de una herramienta distinta, que posee un cuerpo doctrinal y una orientación esencialmente práctica, que evoluciona a través de su acción sobre la realidad en una interacción constante, y en la cual juegan un papel no despreciable los marcos narrativos y las emociones.

La ideología –difusa y concreta- es consustancial a la política. Por eso resulta chocante la recurrencia con la que muchos representantes públicos tachan de “ideológica” una determinada acción o afirmación, abonando así la idea de que la ideología es per se una cosa rechazable. Es cierto que a menudo los motivos técnicos o económicos esgrimidos para defender ciertas decisiones son simples accesorios, concebidos para adornar lo que en realidad es fruto directo de un posicionamiento ideológico. La cuestión es que quien denuncia algo por ideológico, lanza su denuncia también desde una ideología, de signo contrario o como mínimo discrepante en ese punto. En lugar de calificar algo de ideológico sin más, sería clarificador señalar que lo que se agazapa tras ese algo es la ideología fulanita o menganita, con sus nombres y apellidos; que al denunciante esa ideología no le convence ni le gusta y por qué. Es cierto que estas clarificaciones se omiten por mor de la brevedad o porque se consideran obvias, pero cada vez resulta más necesario especificar lo obvio, no sea que se nos olvide.

Expresar las propias convicciones nunca es baladí, menos aún en un contexto donde proliferan opinadores, representantes públicos y hasta partidos que se postulan como “no ideológicos” y dicen no ser “ni de derechas ni de izquierdas”, credencial con la cual parecen querer situarse por encima del bien y del mal. Esta tendencia se da en España y fuera de España; no es una rareza patria. Los portavoces de la misma a menudo insisten en proclamar la superioridad de la técnica sobre la política –o de los técnicos sobre los políticos- y en presentarse como adalides de la racionalidad y el sentido común. Esta última pretensión denota una cierta altanería; es como si insinuaran que todos aquellos que se autoubican abiertamente en la derecha o en la izquierda son unos descerebrados. Sin embargo, en realidad quien se posiciona con nitidez en el espectro político hace un servicio a la transparencia, y a los demás nos ahorra el esfuerzo de ubicarle a base de hermenéutica. Tampoco sobra recordar, por cierto, que quienes dicen estar por encima de las ideologías suelen mostrar una persistente tendencia a alinearse con posiciones propias de una de ellas: la derecha.

La fascinación por la política “no ideológica” –es decir, “no política”, si tal cosa es posible- florece con singular exuberancia en ese populismo que navega cómodamente de babor a estribor según sople el viento, presumiendo incluso de apoyarse en la objetividad de los datos. Sin embargo, la selección misma de los datos implica ya una preferencia, y tras cada preferencia hay un juicio de valor, una visión del ser y el deber ser que nunca es ideológicamente neutra. Los ladrillos de este populismo new age son tan ideológicos como los del más vetusto de los partidos tradicionales, sólo que resulta más arduo verlos bajo las luces de neón y el decorado de diseño.

Para mucha gente, vacunada por las historias de terror que el fanatismo escribió durante el siglo XX, la palabra ideología se asocia automáticamente con sectarismo e intransigencia. Esa experiencia lúgubre ha ocultado, sin embargo, que en esos mismos cien años y también en nombre de ideologías, miles de hombres y mujeres lograron con gran esfuerzo romper las cadenas que les ataban o ataban a otras personas, ampliar los derechos humanos, civiles y políticos, poner en marcha el motor del progreso y el bienestar en muchos países. Claro que se puede tener ideología de forma consciente, convencida y activa sin ser un descerebrado, un fanático o un sectario, y mucho menos un criminal; lo que resulta cada vez más difícil es tenerla y no verse en la obligación de explicarse y justificarse todo el rato.

Entre otras razones porque, para terminar de emborronar el panorama, el siglo XX se cerró con la eufórica proclama del fin de las ideologías por parte de una derecha que veía en la caída del muro de Berlín la demostración de su triunfo definitivo sobre cualquier otra interpretación del mundo. No es que estuviera en lo cierto, pero en la práctica tampoco parece que le saliera del todo mal la jugada. A fin de cuentas, las ideologías han acabado bastante desprestigiadas y el marcador de la valoración ciudadana se aproxima al política 0, tecnocracia 1. Un tablero de resultados que perjudica especialmente a la izquierda, porque a la derecha no le disgusta el escenario tecnocrático postpolítico. Pero ojo: el partido no ha terminado, y el marcador puede darse la vuelta si los jugadores -es decir, los ciudadanos- no abandonamos el terreno de juego.

Trinidad Noguera 
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19/10/2013   Agenda Pública

18 oct 2013

La estrategia de la sospecha

Expertos en comunicación distinguen entre la verdad a secas y la "verdad política", de modo que lo importante no sería tanto la realidad como la imagen que de ella se transmite o la que se clava en el imaginario colectivo. El Gobierno parece aferrado a ese concepto "flexible" de la verdad hasta tal punto que resulta ya imposible distinguir los patinazos o errores de las medias verdades o las mentiras intencionadas. Cuando el frutero se equivoca una vez en la cuenta a favor suyo y la siguiente a favor del cliente cabe pensar en un error. Si la factura perjudica reiteradamente al cliente sólo se puede concluir que engaña, sobre todo si el comerciante lo niega cuando es pillado in fraganti.

Un ministro de Hacienda proclama en sede parlamentaria que los salarios en España no bajan sino que "crecen moderadamente". Los propios datos estadísticos que ofrecen el Gobierno o el Banco de España demuestran que es rotundamente falso. Cualquier democracia que se respete a sí misma se llevaría por delante al susodicho ministro, bien por mentir o bien por desconocer algo básico en sus atribuciones. Como mínimo cabría esperar unas disculpas, pero eso resulta inimaginable desde la superioridad con la que habla el profesor Montoro. Para él, tampoco se ha subido el llamado IVA cultural: "lo que se ha subido es el coste de asistencia al espectáculo". Y los problemas del cine tampoco se deben a que se suba el precio de las entradas y se recorten las subvenciones sino a "la calidad de las películas". No importa que el cine español se exporte mejor que nunca. (Por ahí fuera no deben de entender de cine).

Un solo mandamiento

Lo de Montoro no son extravagancias de un loco hablando solo por la acera, sino mensajes coherentes con otros muchos que van armando una misma estrategia de comunicación política. La línea argumental se resume en un solo mandamiento: instalar en la opinión pública la sospecha sobre quienes protagonicen la crítica o la protesta. Cuando en febrero gente del cine aprovechó la ceremonia de los Goya para criticar los recortes sociales, Montoro no tardó veinticuatro horas en identificar actores famosos con evasores fiscales, sin la menor prueba. Llueve sobre mojado. También José Ignacio Wert identifica a profesores y alumnos huelguistas con grupos "antisistema" y "extrema izquierda radical", por no decir vagos y maleantes. Del mismo modo que el consejero madrileño Javier Fernández Lasquetty adjudica la marea blanca contra las privatizaciones de hospitales a supuestos intereses espúreos de médicos especialistas o a la manipulación política o sindical. Ahí queda eso. Da igual que salgan explicando sus razones un prestigioso neurólogo votante del PP o una enfermera del Opus.

El Gobierno ha ido plantando la semilla de la sospecha sobre funcionarios, sindicalistas, médicos, maestros, estudiantes, actores... Se venían librando los parados, pero les ha llegado su turno. Este viernes, la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría se ha enredado en un carajal de cifras para lanzar el mensaje de que más de medio millón de parados "cobran fraudulentamente la prestación por desempleo". Los datos del Ministerio de Empleo reducen esa cifra a 69.456. Pero la realidad no importa. Horas antes, el presidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González, había reclamado "sanciones" para los parados que rechacen ofertas de trabajo, como si hubiera muchas desde las oficinas de empleo. La víspera ya había abierto el fuego el Consejo Empresarial de la Competitividad, según el cual en España la tasa real de paro no llegaría ni a la mitad de la oficialmente registrada.

Este país tiene, efectivamente, un grave problema de fraude y economía sumergida, cuya solución pasa por una profunda reforma fiscal y por una persecución eficaz de las grandes bolsas de fraude, empezando precisamente por el que protagonizan grandes empresas, delincuentes de cuello blanco y multinacionales que no encuentran obstáculos para captar ingresos en España y llevarse los beneficios a paraísos fiscales. Debería ser una prioridad de cualquier Gobierno.

Resulta patético que se pretenda exagerar el fraude cometido por parados justo cuando Cáritas advierte que la "pobreza severa" afecta ya a más de tres millones de ciudadanos en España. La estrategia de la sospecha también tiene límites.

JESÚS MARAÑA
11/10/2013
infoLibre

15 oct 2013

American way life

Ahora que culmina el primer recorrido de corta y miente sobre los restos del estado de bienestar y que el presidente nos anuncia desde fuera de España lo bien que nos va a los españoles con las consecuencias de sus desastres de sastrería, la Junta de Castilla y León culmina la jugada, imitando a la Comunidad de Madrid, y decreta la liberalización de los horarios comerciales en las denominadas zonas de especial afluencia turística. Esta decisión pone en peligro el comercio. Dudo que el gobierno de la comunidad haya hecho bien las cuentas, porque no estoy seguro de que las grandes superficies creen empleo, si se compara el que crean con el que se destruye con su implantación.

Está de moda liberalizar, o sea, eliminar cuantas barreras y cortapisas sean posibles para que la capacidad de acción que tenga cada uno sea la que determine su supervivencia o desaparición en el mercado. Me pregunto si esto no conlleva que el pez grande se coma al chico; si favorecer a los grandes no supone perjudicar a los más débiles y si esto es justo, o sea, si no atenta contra el bien común; si sobrevivirá el individuo a la potencia de la concentración de capitales que tanto abunda -y más que veremos-; si estas decisiones proceden de la libertad y la conciencia recta de nuestros gobernantes, y hasta dónde alcanza la influencia de los lobbys; si en Castilla y León necesitamos centros comerciales abiertos los siete días de la semana; si estamos construyendo –o consintiendo- una sociedad que vive únicamente para que nuestras tarjetas de crédito exuden día a día en un maratón permanente; si el futuro de esta comunidad autónoma se encuentra en dejar todo el espacio posible a los grandes centros comerciales y en la destrucción del comercio de proximidad; si el modelo de sociedad que queremos es el que nos incita a pasar todos los días de la semana en el interior de espacios sin ventanas, construidos para que nadie se escape sin comprar; si el consumismo es el presente que nos sacará de donde estamos y si es el futuro que deseamos para nuestros hijos y nietos, y para el planeta.

No puedo dejar de preguntarme si el modelo de comercio representado por las grandes superficies nos permite comprar con libertad, y nado entre sombras cuando me fijo en la disposición estratégica de los productos, en la rotación cíclica de las secciones, en la música que lo inunda todo, en el uso de la luz y de los colores, en la ausencia de dependientes especializados en las distintas secciones, incluidas las cajas, donde comienza a haber supermercados sin trabajadores que estén al frente de cada una de las cajas registradoras. Dejo en la sombra de la duda, para quien quiera responder, los tipos de contratos que tienen los trabajadores en estas superficies comerciales o el estrés al que están sometidos, que no es algo despreciable.

A tanto liberal de peluquería que abunda por nuestros lares se le ha quedado corto el liberalismo de Popper, fundamentado en la defensa y respeto de la racionalidad y en el diálogo y han cogido por las hojas el rábano de los postmodernos más acérrimos, que defienden a los cuatro vientos la competitividad, la desregulación y la disminución del Estado. El modelo de vida americana saca a las personas de las ciudades para conducirlas en tropel a los grandes centros comerciales y las encierra en grandes edificios. Un tipo de despersonalización que los poderosos nos imponen como si fuera el paradigma de la libertad personal, y es que siempre hay quien disfraza a la sociedad del rebaño con ribetes dorados.

El “liberalismo salvaje” hace que los fuertes se hagan más fuertes, los débiles más débiles y los excluidos más excluidos. Se necesitan reglas de comportamiento y, si fuera necesario, también la intervención de Estado para corregir las desigualdades más intolerables. […] Hemos creado una civilización que ha deparado un progreso material portentoso y explosivo, pero lo que fue economía de mercado ha creado suciedad de mercado”. Son palabras que acabamos de escuchar, pronunciadas por el Papa Francisco.

¿Será que estos liberales, tan católicos ellos, defensores hasta hace poco de cuantas tesis procedían de Roma, considerarán a este Papa como un no cristiano? Se extiende el modo de vida americano, pero habrá que pensar si no tiene los pies de barro como la burbuja inmobiliaria, Lehman Brothers o la economía especulativa.

Tomás Guillén Vera
Filósofo
Nadar entre las sombras      09 de Octubre de 2013

13 oct 2013

No todos los curas van al cielo

La Iglesia católica celebra hoy en Tarragona la mayor beatificación de la historia. Serán 522 religiosos asesinados durante la Guerra Civil los que subirán a los altares. Pero los obispos no se han acordado de los curas muertos por el bando franquista, entre los que se hallan los 16 que fueron asesinados en Euskadi por defender la legalidad de la República.

Misa de campaña con el altar repleto de armamento.

En el año 1936, tras la sublevación militar, los párrocos de muchos pueblos tomaron mayoritariamente partido por los sublevados, en quienes veían unos valedores que les iban a devolver el poder que detentaban antes de la llegada de la República. Bien sabían estos curas que el alzamiento era ilegal y que se estaba haciendo mediante el derramamiento de sangre inocente.

Prácticamente en todas las localidades, falangistas y guardias civiles desleales detenían a las autoridades legales, a los dirigentes sindicales, a los obreros significados, a sus mujeres y a sus familiares, y los sometían a tratos inhumanos, golpeando, violando, robando y asesinando a muchos de ellos.

Los curas tenían una gran autoridad moral. Allí donde se opusieron a los crímenes entre ambos bandos, éstos no se produjeron. Pero por desgracia para las víctimas, para sus familias, para los pueblos, la gran mayoría de ellos apoyaron decididamente el alzamiento y sus procedimientos sanguinarios, y a veces no solo intelectualmente o dando su bendición a los asesinos, sino también materialmente, con las armas en la mano.

Cegada por la posibilidad de ejercer su poder sobre la sociedad entera, la Iglesia católica se dedicó a forzar la voluntad de los ciudadanos que se habían salvado de la muerte obligándoles a casarse por la iglesia, a bautizar a los hijos de los que no eran católicos cambiándoles incluso el nombre si no estaba en el santoral, a penalizar a las personas que no asistían a misa, llevando al día la relación de los que no se confesaban o no comulgaban...

Daba igual que esas personas no fuesen creyentes o que profesasen otra religión. La iglesia católica reclamó para sí la obediencia debida de todos los ciudadanos y la obligatoriedad de las prácticas religiosas por las buenas o por las malas. La coacción, la amenaza, los malos informes que destruían la vida de la gente o el señalamiento de los que ellos denominaban "malos cristianos", fueron la seña de identidad de una iglesia inquisitorial, cuyos ministros causaron mucho daño y dolor con sus actos o su pasividad.



Obligar a una persona a practicar la religión en contra de su voluntad está considerado sacrilegio por la propia iglesia, lo que no fue obstáculo para que se implantase la religión de manera obligatoria en todo el país y a todos los niveles de la vida: en la enseñanza, las instituciones, las costumbres sociales y la vida personal.

En muchas localidades de nuestra provincia y en la propia capital, la actuación de los curas fue tan inhumana, tan cruel y tan alejada de lo que puede considerarse un comportamiento cristiano, que quedó impresa en la memoria de los vecinos. Estos curas, que por su posición hubieran podido mediar a favor de las víctimas, muchas veces aparecieron al lado de los verdugos, contribuyendo con sus acciones a empeorar la suerte de sus vecinos. Es una verdadera lástima que la iglesia católica pierda oportunidad tras oportunidad de desmarcarse de estos elementos, condenando sus acciones y pidiendo perdón por su actuación en aquellos años de crimen y terror.

Orosia Castán.
Valladolid
12 de Octubre de 2013
Fuente

11 oct 2013

Españoles en el (culo del) mundo


Durante un tiempo tuvo su gracia ‘Españoles en el mundo’, el popular programa televisivo que muestra las vidas de compatriotas que viven en lugares remotos, a menudo exóticos. Tanto este programa, como sus versiones regionales, era en realidad una serie de ficción, del género comedia costumbrista: esos españoles que siempre echaban de menos el jamón y que nos enseñaban los rincones más pintorescos de su nueva ciudad mientras relataban anécdotas con qué ilustrar el choque cultural.

Según avanzaba la crisis, el programa fue perdiendo gracia. Ya no era una telecomedia, sino más bien un espacio de servicio público: durante un tiempo ‘Españoles en el mundo’ ha sido la única política laboral de los gobiernos central y autonómicos para los jóvenes (y no tan jóvenes): “mirad qué bien le va a estos valientes, dejad de esperar aquí un trabajo que no llegará nunca, haced la maleta y buena suerte”.

Hoy el programa parece una broma pesada, cuando empezamos a conocer casos de “españoles en el culo del mundo” que no echan de menos el jamón sino un cuarto de baño limpio, como los 128 compatriotas que llevan varios días hacinados en un albergue alemán, gastando ahorros y sin ver los contratos que les prometieron. Prepárense, porque tendremos más noticias así, de españoles estafados, explotados, abandonados. En algunos casos, atraídos por el brillo de algún capítulo de ‘Españoles por el mundo’, como ocurrió en Noruega con quienes fueron buscando casas de madera y sanidad pública, y acabaron en la calle.

El golpe para nuestra autoestima como sociedad es enorme: de pronto, nuestros hijos y hermanos, que formaban parte de “la generación mejor preparada de la historia”, se convierten en carne de cañón, ejército de reserva, mano de obra barata que a veces cae en manos de aprovechados o en enredos burocráticos que hacen más evidente la fragilidad de sus vidas. Los mismos jóvenes llamados a comerse el mundo, y que hoy marchan con miedo de que el mundo se los meriende a ellos. Todos conocemos en nuestro entorno jóvenes (y no tan jóvenes) que han dejado su casa, han guardado sus pertenencias en el trastero familiar, y se han montado en el mismo avión low-cost que hace no mucho prometía llevarles de turismo por medio planeta, y que hoy se convierte en vagón de emigrantes. No, no llevan la maleta de cartón de nuestros abuelos, pero el trolley de ruedas no hace mucho mejor el mismo viaje.

Porque ese es otro aspecto, que igualmente golpea nuestra castigada autoestima: nuestro referente con que comprender lo que hoy les pasa a miles de españoles, no es el lejano recuerdo de lo que pasaron nuestros padres y abuelos en Suiza o Alemania hace medio siglo. El espejo en el que mirarnos es mucho más próximo en el tiempo y cercano en el espacio, todavía lo tenemos en nuestros barrios: los trabajadores que hasta fechas recientes querían venir a España a trabajar en lo que fuese con tal de dejar atrás la falta de futuro de sus países. Apenas sabíamos de sus vidas, pero también eran jóvenes de las generaciones mejor preparadas de sus países, y mujeres que cuidaban a nuestros hijos mientras dejaban a sus propios hijos al otro lado del océano, y familias rotas, y a menudo también eran ellos estafados, explotados, abandonados.

Evidentemente no es igual la situación de estos españoles de Erfurt (con los que parece que las autoridades alemanas se están portando bien, mejor que las españolas), no es igual a la de quienes malvivían en nuestros invernaderos o iban de madrugada a los alrededores de la estación para esperar una furgoneta que los eligiese para una obra. Mucho menos tiene que ver con los cientos de muertos en Lampedusa. Y, por supuesto, hay muchísimos que no acaban como estos de Erfurt, incluso hay quienes de verdad encontrarán una vida mejor. Pero, con todo, no sé si estamos valorando la conmoción que implica pasar de ser un país de inmigración a otro de emigración en tan poco tiempo. Y ni siquiera ‘Españoles en el mundo’ nos endulza ya ese trago amargo.

(Déjenme recordarles un libro reciente que viene muy al caso, y en cuya edición he participado: Qué hacemos con las fronteras. Imprescindible para entender este mundo donde los trabajadores son desplazados de un lugar a otro según las necesidades del capitalismo; esa rueda en la que de nuevo hemos entrado nosotros).

Isaac Rosa  
10/10/2013
eldiario.es

9 oct 2013

Déficit público y estado policial

Como tantas otras cosas, del franquismo heredamos un sistema fiscal ineficaz y corrupto que apenas daba para tapar los baches de las ridículas carreteras nacionales por las que circulábamos sin rechistar, como siempre. Alcabalas, sisas, portazgos, montazgos y diezmos conformaban una fiscalidad más propia de un país del siglo XVI que de uno del XX. Con la renovación del franquismo en la persona de Juan Carlos de Borbón mediante los pactos de la transición, Francisco Fernández Ordóñez emprendió una reforma tributaria que quiso ser moderna al crear el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas y convertirlo en el principal instrumento recaudatorio de la Hacienda Pública. Aunque menguada y corta, aquella reforma proporcionó al Erario ingresos suficientes para posibilitar, mediante la obra pública, la superación de la crisis de 1973, la más terrible de los últimos cuarenta años. Sin embargo, la reforma de Fernández Ordóñez, muy tímida y recatada, como hemos dicho, tenía un error de nacimiento al basar la recaudación en las rentas del trabajo y no crear los servicios de inspección necesarios para acabar con el endémico fraude fiscal de las clases más adineradas del país, de modo que desde la entrada en vigor de aquella nueva fiscalidad, los ricos siguieron sin contribuir en nada al esfuerzo general del país.

Años después, cuando España comenzaba a ser un país rico, cuando veíamos llegar a los primeros inmigrantes en siglos, al calor de los primeros pasos de la globalización, los dueños de los mercados comenzaron a poner de moda la teoría de que lo mejor para el buen funcionamiento de una economía era reducir los impuestos, sobre todo los directos proporcionales y progresivos que son los más justos. Hasta algún presidente, cometiendo un error de bulto, llegó a decir que bajar impuestos era de izquierdas. Con la llegada de Aznar, Rato y Rajoy al poder se modificó el sistema productivo al darle un valor especial y primordial al sector de la construcción. Durante más de una década el sistema tributario español giró en torno a lo que se recaudaba de la compra y venta de inmuebles, haciendo desaparecer impuestos tan justos como el del Patrimonio y el de Sucesiones, que todavía hoy, sumidos en esta crisis terrible, siguen sin ser rehabilitados porque a los que más tienen en este país no se les toca los bolsillos. El Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, que es uno de los pilares sobre los que se asientan las democracias más avanzadas, no llegó nunca en nuestro país a cumplir con la finalidad que le es consustancial, pero fue a partir del “Aznarato” cuando se llenó de agujeros: Siguiendo las directrices del poder financiero que ya estaba al acecho de la Caja de las Pensiones, el Gobierno implantó deducciones para todos aquellos que se hiciesen un plan de pensiones privado, normalmente con entidades financieras; deducciones y reducciones por hacer donaciones, mecenazgo o reinvertir en el propio negocio, lo que abría de par en par las puertas al fraude fiscal legal y subvertía los principios de proporcionalidad y progresividad consustanciales a los impuestos directos en los países desarrollados. Si a eso añadimos la aparición de las Sociedades de Inversión de Capital Variable (SICAV), que tributan al uno por ciento y cuyos máximos exponentes en España son la familia Koplowitz, la familia Pino (propietaria de Ferrovial), la familia Polanco (grupo PRISA), la familia Botín (Banco de Santander), la familia Reyzábal (propietaria de la Torre Picasso de Madrid), Rosalía Mera (fundadora de INDITEX), Isaac Andic (dueño de Mango), el financiero Juan Abelló o Castro de Sousa (dueño de NH hoteles), fácilmente podremos concluir que el agujero hecho al IRPF es tan descomunal como insostenible porque lo reduce a una carga tributaria injusta que cae por entero sobre las rentas del trabajo, es decir sobre aquellas personas sujetas a nómina.

Los gobiernos de derechas y todos aquellos otros que dicen no serlo pero acatan la doctrina neoliberal –que es el fascismo de hoy en día: éste nunca se presenta con la misma cara-, al ver disminuir los ingresos del Estado, pero sabedores de que por ahí no se iba más que a un lugar, a la quiebra de la Hacienda Pública, decidieron subir los impuestos indirectos que gravan el consumo, justo cuando el consumo, que siempre ha sido el motor de la recuperación económica, está por los suelos. Cultura, electricidad, teléfono, combustibles y alimentos básicos han sufrido un incremento tan demencial del IVA que amenaza con hacer desaparecer sectores productivos enteros sin que la recaudación del Estado crezca, más bien todo lo contrario. En estas circunstancias, sólo cabe pensar dos cosas no excluyentes: Que quienes nos gobiernan no tienen ni puñetera idea de nada; dos, que están intentado cargarse definitivamente el Estado del bienestar al dejar al Erario sin recursos. Sólo así se puede entender que a estas alturas de la crisis no se haya hecho una reforma fiscal que prohíba las SICAV, que haga que los ricos paguen lo que les corresponde en el IRPF sin ningún tipo de deducción –se recaudarían más de 35.000 millones de euros anuales adicionales- y que restablezca los impuestos de sucesiones y patrimonio con carácter urgente y general.

La asfixia a que se está sometiendo a la Hacienda Pública española por parte del Gobierno lleva ineludiblemente a un aumento exponencial del déficit público, lo que causará sin demasiada tardanza la privatización de todos los servicios públicos por incapacidad estatal para financiarlos. No se trata de una casualidad, de una consecuencia de la crisis, es pura ideología reaccionaria, puro mercantilismo especulativo y es, sobre todo, una bomba de relojería en el seno del pequeño sistema del bienestar con que hasta hace poco contábamos. De seguir por esta camino, el único servicio público que podrá pagar el Estado será el policial, imprescindible en todo régimen perverso para guardar haciendas, permitir privilegios y acallar protestas.

Pedro Luis Angosto |
nuevatribuna.es | 08 Octubre 2013

4 oct 2013

Lampedusa: Europa es culpable

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Supervivientes del naufragio son trasladados a Lampedusa. Imagen tomada de El País TV.
Cuando escribo estas líneas, 200 inmigrantes han sido declarados muertos en las costas de Lampedusa y casi otros tantos desaparecidos. La información indica que los ocupantes del bote procedían de Somalia y Eritrea, dos naciones del Cuerno de África que se encuentran a 4.000 km de distancia de Lampedusa. 500 hombres, niños y mujeres (algunas de ellas embarazadas) han recorrido 4.000 km para embarcarse en un viaje que les aleje de la guerra somalí y de la opresión eritrea, si no de la miseria que acogota a dos de los países más pobres del mundo.

Pero la tragedia de la que huían no explica por completo la decisión de embarcarse en un viaje que ya se ha cobrado la vida de decenas de miles de africanos en el Mediterráneo. Quienes se suben a estas embarcaciones saben que no les queda otra alternativa. Europa entornó sus puertas hace muchos años y ha dejado claro que no son bienvenidos bajo ninguna circunstancia. Tras negarles un visado en sus países de origen, nuestros gobiernos han subcontratado a los Estados del Norte de África para que hagan el trabajo sucio que sus votantes no admitirían aquí: miles de subsaharianos deambulan por las ciudades costeras de países como Marruecos o Argelia, sometidos al racismo, el acoso y la violencia de las fuerzas de seguridad.

Cuando consiguen llegar a Europa tras pagar una fortuna a una mafia, la situación solo mejora ligeramente. Los Estados miembros de la UE han establecido para los inmigrantes irregulares lo que a todos los efectos constituye una ciudadanía de tercera clase. Los recluimos durante meses por una falta administrativa, les negamos el acceso a derechos esenciales como el de la salud y les difamamos públicamente acusándoles de robar nuestros empleos o de amenazar nuestras buenas costumbres. En países como Grecia, Holanda o Noruega, aupamos a partidos políticos que abogan abierta y violentamente contra ellos. Convertimos su vida en un infierno con la esperanza de que los que vengan detrás aprendan la lección. Como si no hubiesen mamado desde niños un verdadero infierno de pobreza y opresión.

Así que las palabras de ayer de la Comisaria europea de Interior, Cecilia Malmström, (la UE tiene que “redoblar los esfuerzos para combatir a los traficantes que explotan la desesperación humana”) suenan hoy a un sarcasmo intolerable. No hay traficantes si no hay muros insalvables, lo que sitúa a Europa en la categoría de culpable.

Con franqueza, sueño con que mis nietos echen la vista atrás a estos días y se avergüencen de nosotros. Espero que recordemos la tragedia de Lampedusa como recordamos el asesinato de los activistas por los derechos civiles o el encarcelamiento de las sufragistas. Me sorprende que la actitud firme del Papa Francisco en este asunto llame tanto la atención, cuando lo verdaderamente destacable es que la Conferencia Episcopal española no haya abandonado el silencio cómplice ante medidas como el apartheid sanitario impuesto por el Gobierno. Porque cuando Italia ha declarado un día de luto nacional por el naufragio no ha hecho más que constatar lo obvio: cada uno de los que ha muerto hoy es uno de nosotros.

El Pais.
Por: Gonzalo Fanjul | 04 de octubre de 2013

1 oct 2013

Sin palabras

Foto Carmen Barrios.
Foto: Carmen Barrios

Hacía ya muchos años que en ese país habían desaparecido las palabras. Estaban secuestradas, presas en algún lugar oculto, controlado férreamente por los más poderosos. Nadie podía tener palabras, y mucho menos utilizarlas. Estaba prohibido hablar, o escribir. Solo un pequeño grupo de poderosos a los que denominaban “Los sabios” estaba autorizado a usarlas para nombrar las cosas según su conveniencia. Para los demás, poseer palabras y usarlas se había convertido en un delito castigado con la pena máxima.

Las personas se comunicaban con gestos y ya nadie leía. Los únicos libros y revistas que se publicaban tenían espectaculares ilustraciones que abusaban de los colorines, pero estaban desprovistos del más mínimo atisbo de lenguaje escrito. Por la radio solo se emitía un hilo musical permanente, cuajado de monotonía, que convertía cualquier estancia en una vulgar sala de espera. La televisión vomitaba imágenes superpuestas, que salían de la pantalla como si se tratara de una gran cascada repleta de irrealidad.

Al no utilizar el lenguaje, la memoria colectiva se estaba perdiendo y la mayoría de las personas se comportaba con una mansedumbre propia de las ovejas de corral. Las calles eran lugares ordenados, en donde las gentes se desplazaban en un silencio solo interrumpido por las bocinas de los coches o los gemidos turbios de los tubos de escape de las motocicletas.

Ya nadie recordaba lo que había pasado.

Nadie, excepto una mujer casi centenaria que había decidido desobedecer desde el principio y que se dedicó a recopilar y a conservar palabras. Para que no la descubrieran guardó todas las palabras que tenía almacenadas en su cerebro en una especie de armario gigante que construyó camuflado bajo la pared del salón de su casa. El armario estaba lleno de cajones ordenados alfabeticamente y en cada uno de ellos había depositado las palabras que se iniciaban por la letra que daba nombre al cajón. Así, en el cajón dedicado a la letra “A” estaban guardadas “alforja”, “alambre”, “almíbar”, “arbusto”, “araña”, “ameno”, “amor”, “amistad”, “alucinante”, “alevoso”, “aire”…, y miles de palabras más, todas las que ella había podido recordar. Lo mismo sucedía con el cajón dedicado a la “S” o con el de la “M” o con el de la “T”. Había consagrado su vida entera a escribir todas las palabras en pequeños trocitos de papel y a la tarea inmensamente peligrosa de conservarlas. 

Ella tenía predilección por el cajón destinado a la letra “P”, porque dentro de él se encontraba la palabra “pesadilla”, una palabra que parecía inocua, pero que llegó a convertirse en un término revolucionario. Esta fue la primera palabra proscrita por las autoridades. La palabra “pesadilla” fue prohibida el día dos de octubre del año 2015, justo cuando ella cumplía treinta años, por eso lo recordaba tan bien.

La palabra “pesadilla” se decía mucho por aquellos entonces, la gente no paraba de repetirla para describir la situación que se vivía y las autoridades terminaron por prohibir el uso de esa palabra, como si así todo mejorara de forma automática y se dejara de vivir en una “pesadilla” por arte de magia.

La mujer casi centenaria que decidió desobedecer desde el principio recuerda ahora que comenzaron las señales de alarma muy pronto, pero que casi nadie se daba cuenta de ello. Los maniquíes de los escaparates empezaron a fabricarse sin boca, sobre todo los que representaban la figura de las mujeres. Se convirtió en una moda, todos los maniquíes femeninos se creaban sin boca. Aquello era una premonición, pero nadie lo veía. Luego vinieron todos los demás, los que representaban a los hombres o a los niños y a las niñas.

Otra de las señales fue que se popularizó abusar de los eufemismos y dejaron de llamarse a las cosas por su nombre. Por ejemplo, nadie denominaba “culo” al “culo”, las gentes se dejaron arrastrar por la moda estúpida de llamarle “pompi”. Y no digamos ya cosas importantes como “hambre”, no se decía, se sustituía por “necesidad”. Como si el hambre dejara de existir por cambiarle el nombre.

El hecho fue que la situación se hizo insostenible para las autoridades y como vieron que no era suficiente con cambiar el nombre de las cosas, decidieron que lo mejor para conservar su poder era prohibir las palabras, terminar con ellas. Y así se inició toda una campaña de reeducación brutal, donde se emplearon todos los métodos. Simplemente el lenguaje pasó a mejor vida. Todas las palabras fueron recluidas, secuestradas, prohibidas.

Cuando la mujer casi centenaria recordaba la secuncia de los acontecimientos le entraban unas ganas tremendas de gritar palabras a voz en cuello a los cuatro vientos y de abrir todos los cajones del armario de su salón para que volaran libres y salieran por los ventanales como las mariposas que anuncian la primavera, buscando el aire fresco para inundar las calles.

El momento de la liberación de las palabras estaba cerca. Había soñado con ese momento  muchas veces y tenía que hacer realidad sus propios sueños. No podía irse a la tumba con ese anhelo cosido a su hígado.

Dentro de cuatro días, el dos de octubre de 2085, iba a cumplir cien años y había llegado la hora de comenzar a luchar. Se haría un regalo. Su pequeña revolución consistiría en abrir los cajones del armario de las palabras y los ventanales del salón para colocarse en el centro de la galería con un megáfono, dispuesta para gritar una por una todas las palabras según el orden en que habían sido prohibidas: “pesadilla”, “hambre”, “educación”, “consuelo”, “solidaridad”, “física”, “boca”, “amor”, “revolución”, “igualdad”, “cuerpo”, “matemáticas”, “consuelo”, “sangría”, “chorizo”, “resistencia”, “carne”, “libertad”…así, miles y miles de ellas, hasta la última que nombraría, que sería la palabra “pensar”.

El momento de la liberación de las palabras estaba cerca.

nuevatribuna.es | Relatos | Carmen Barrios | 28 Septiembre 2013